Ser escritor en México. Por IKRAM ANTAKI

París: el Salón del Libro

"No se puede ser a la vez embajador de Francia y poeta", decían los surrealistas a propósito de Paul Claudel. Sin embargo, el autor de "La zapatilla de satín" fue ambas cosas, como Saint John Perse y como Octavio Paz. El escenario de la vida pública está lleno de grandes escritores, y las frasecillas que pretenden enunciar principios y verdades no son más que paja frente a los castillos de la literatura. Gustamos de la paja, nos colgamos de textos que no hemos leído, para enunciar leyes que queremos imponer. Somos, los literatos de hoy, más policías que autores; muy modestos cuando se trata de escritores de otros siglos, nuestras dificultades empiezan con nuestros contemporáneos, los de nuestra generación. Nuestros cadetes sólo parecen tener encanto cuando nos imitan; nuestros mayores, a veces, tienen el mérito de descubrirnos. Al envejecer, todos mejoramos un poco; nos volvemos antiguos combatientes, habiendo atravesado esta gran tierra que es una existencia, y esta interminable guerra que es una carrera. A veces, descubrimos que la gloria está llena de cenizas y que el crédito de tal o cual no pasa de su generación.

A mí me ha tocado un periodo particularmente mísero. Los ex del 68 se han vuelto rentistas de su propio militantismo, cultivan los dogmas, viven en guettos y cubren el escenario nacional a través de una tubería mediática que hace creer en su predominio sobre la literatura de su tiempo. Un pensamiento de corte periodístico culmina en la vida pública diarios, radio, TV, mundanidades, multimedia, logra transformar en gran mística una subpolítica, en libertad el fanatismo y la obediencia, en humildad el orgullo. Al frenético se le llama visionario, y mesías al hombre más banal: libros, crítica elogiosa, premios y reconocimientos siguen.

Pocos son los que se alejan del rebaño; no les falta valentía. Habrá que saludar la obstinación que ponen en resistir a las sirenas del presente y pensar a contracorriente. Combatientes orgullosamente solitarios, dicen las cosas como las descubren, no como las imaginan a priori. Su "casa (no) es la palabra", como dicen los tontos; han aprendido a sus costillas la fragilidad de esta palabra que procede por medio de arrepentimientos, sucesivos y tanteos infructuosos, para tratar de expresar en vano la búsqueda agotadora de la expresión. Tienen en Baudelaire a un gran maestro: "Quiero estar en cualquier lado, con tal de que sea fuera del mundo", decía. La sociedad lo horrorizaba; del caos de su vida nacieron obras maestras. Yo no deseo, ni propongo que los escritores de mi tiempo y geografía se inscriban en margen, sino en paralelo a las grandes corrientes de su época. La literatura debe tratar de pensar la actuación de los hombres, distanciándose de ella, y la ironía tiene más peso crítico que la vindicta. Hay una literatura de gran señorío que se funda sobre la mentira, porque ha descubierto a tiempo que la vida es una fábula. ¡Bendita sea! Vale escribir sobe una abadía medieval en pleno siglo XX.

Hay otra literatura que sabe, con Dostoievsky, que el hombre es un misterio y que hay que elucidarlo. Entonces, todas las fuerzas del mundo, las más terribles, las más bellas, se introducen en la obra, que no busca atestiguar de nada. Hay una literatura retrospectiva, que hurga en el inmenso palacio de su memoria, para encontrar a un solo hombre, un yo inexprimable, "hijo de su tiempo, hijo de la increencia y de la duda" (Dostoyevsky, otra vez), que se pasea solitario a través de sensibilidades múltiples y épocas diferentes, emprende un diálogo prematuro con la muerte, y se vuelve grande tanto por lo que escribe como por lo que no ha podido decir o que no ha logrado publicar. Este hombre raro, no lo he encontrado aún en la literatura mexicana; no he encontrado este artista muy grande cuyo cuerpo es un efecto del alma, aquel frente al cual hay que vestirse por respeto. Dicen que Maquiavelo, antes de toda lectura, vestía como para una cena de gala. La verdadera literatura acaba siempre por ser una ceremonia. No importa qué quiso decir el autor en el fondo, o qué es lo que entendemos: un texto acaba siempre por escapar a su padre. Pero existe, en la herencia de los hombres, un momento en que otros hombres anónimos puedan abrir los libros, olvidar así toda miseria y, sin el menor tedio, dejan de temer la pobreza e incluso la muerte. Este momento glorioso es la prueba de la gran literatura.


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